Richard Smith

Sobre el legado intelectual del último director del BMJ

A partir de hoy, 30 de julio de 2004, el carismático director del British Medical Journal (BMJ) deja de serlo para emprender un nuevo rumbo vital y profesional. En sus 25 años en la British Medical Association (BMA) y 13 al frente de la revista, Richard Smith se ha distinguido como un fino y poliédrico intelectual, gran agitador del debate médico, promotor de la edición electrónica (el BMJ la tiene desde hace 10 años) y del acceso libre y gratuito a la investigación, además de sagaz, ingenioso y bien informado escritor, y sobre todo impulsor de un modelo de revista médica que combina el rigor con la amenidad en sus contenidos. La huella que deja en el conjunto de la prensa médica y en el grupo editorial BMJ, del que hasta hoy era también su primer ejecutivo, es profunda. “Me temo que será bastante imposible encontrar otro Richard Smith, cuya contribución al Grupo ha sido memorable y única”, ha dicho Sir Anthony Grabham, presidente del grupo. (más…)

La «polipíldora»

Sobre el debate de la medicalización y sus ramificaciones

El reguero de informaciones, análisis, elogios, descalificaciones y comentarios varios que ha generado la propuesta de la llamada “polipíldora” ha sido tan florido que merece, a su vez, algún comentario. No es muy habitual que un artículo médico (teórico, por más señas) provoque tal cantidad de reacciones, pero lo cierto es que cardiólogos, epidemiólogos, preventivistas, autoridades sanitarias y médicos de distinto perfil han salido a la palestra mediática globalizada para opinar sobre esta singular aportación realizada en el British Medical Journal (BMJ) del pasado 28 de junio de 2002. Por si alguien ha llegado tarde al debate, aquí va un resumen: tras revisar más de 750 ensayos clínicos, metaanálisis y estudios de cohorte, dos profesores de epidemiología de la Universidad de Londres han llegado a la conclusión de que la administración diaria a todos los mayores de 55 años, con independencia de su nivel de riesgo cardiovascular, de una pastilla con seis ingredientes (aspirina, una estatina, ácido fólico y tres fármacos antihipertensivos) reduciría el riesgo de infarto de miocardio e ictus en más de un 80%. Esta conclusión es, claro está, de alto impacto en la salud pública, pero la “polipíldora” en cuestión no es más que un desarrollo teórico, una formulación aproximada, una idea que está pendiente de desarrollo farmacéutico y de pasar los preceptivos ensayos clínicos para probar su seguridad y eficacia.

El eco y las reacciones que ha suscitado la propuesta se derivan, por un lado, de su enorme potencial beneficio para la salud, pero por otro de la osadía de un planteamiento que tiene dista mucho de ser realidad. Buena parte de las críticas aluden a la prematuridad de la propuesta y a la ausencia de pruebas científicas sólidas, puesto que no se han realizado ensayos clínicos. No pocos clínicos piensan que esto son disparates de médicos que no han visto nunca un enfermo. Algunos creen que el BMJ y su director, Richard Smith, han lapidado parte de su merecido prestigio al defender la propuesta, aunque no pocos han elogiado también su brillantez teórica. Sobre estos y otros aspectos, los lectores del BMJ han hecho numerosos comentarios (“rapid responses”) que aparecen en su sede de internet. A muchos les ha sorprendido que esta estrategia medicalizadora tan radical haya sido lanzada precisamente en una revista que es considerada la abanderada de la antimedicalización.  Pero lo cierto es que el BMJ ha sabido suscitar ejemplarmente el debate de la medicalización y sus múltiples ramificaciones, y que toda esta avalancha de análisis y opiniones es fructífera para la medicina, los médicos y los pacientes. Si la misión del BMJ, como afirma Richard Smith, es publicar material riguroso, accesible y ameno, y estar en la vanguardia del debate internacional sobre la salud, hay que reconocer que el objetivo se ha cumplido con creces. Uno de los grandes retos actuales es el de la medicalización de la sociedad, y la idea “polipíldora” ha contribuido a generar opiniones informadas ante lo que pueda venir.

La fórmula de la U

Sobre la utilidad de la información médica y su estimación

El volumen de la información médica crece a un ritmo de 40.000 nuevos artículos semanales. Poco importa que sean unos cuantos miles más o menos, si lo cierto y terrible es que bien se puede tardar media hora en leer sólo uno. Esto es desesperante, frustrante, estresante. Y sobre todo, poco útil. Se mire como se mire, el sistema en su conjunto fracasa al hacer llegar al médico la información que le interesa. La inmensa mayoría de lo que se publica no le es útil, y lo poco que sí le sería de interés está escondido y no siempre es fácilmente accesible. La cuestión clave a la que le dan vueltas los editores y manipuladores varios de la información médica es cómo localizar, clasificar y poner al alcance del médico la información útil. En los últimos años, siguiendo la brecha abierta por la medicina basada en la evidencia y aprovechando las posibilidades que ofrece internet, se han desarrollado numerosas iniciativas para intentar dar respuesta a este problema. Pero está claro que su solución está todavía muy lejos. Basta aplicar una sencilla fórmula para percatarse de la complejidad del problema.

David Slawson y Allen Shaughnessy, dos profesores de medicina de familia de la Universidad de Virginia de Estados Unidos, son los autores de una fórmula para calcular y comparar la utilidad de la información médica. Según esta fórmula, la utilidad  (U) es directamente proporcional a la validez de la información (V) y su interés o relevancia (R), e inversamente proporcional al  trabajo (W) empleado en acceder a esa información. Richard Smith, director del British Medical Journal (BMJ) y uno de los principales divulgadores de esta fórmula, añade en el dividendo el concepto de interactividad (I), pues como bien dice la utilidad de la información aumenta con la capacidad de interactuar con la fuente de información y hacerle nuevas preguntas.

Si pasamos por el tamiz de esta fórmula (U = V x R x I / W)  a tres de las principales fuentes de información médica, como son los artículos de las revistas médicas, los libros de texto y las consultas a los colegas, resulta que la utilidad de la información es, en términos generales, baja, media y alta, respectivamente. Los artículos de revista, aun siendo válidos, raramente son relevantes para un clínico, y además cuesta mucho trabajo leerlos y no pueden ser interrogados. Por su parte, los libros de texto, aunque en teoría son fáciles de consultar y supuestamente contienen información relevante, ésta es menos válida y actual que la de las revistas y tampoco son interactivos. Sólo los colegas bien informados pueden ofrecer a la vez información válida y relevante, son fácilmente accesibles y permiten ser interrogados. Mientras no se invente nada mejor, los colegas resultan a la postre la fuente de información más útil, como corroboran cada día las consultas de pasillo y las sesiones clínicas. Ahora bien, ¿quién nos garantiza que un colega esté bien informado? ¿Y cómo demonios se las apaña para estarlo?

Espiritualidad

Sobre las querencias y carencias espirituales en medicina

“Las iglesias cumplen mejor la función espiritual de la obra de arte que los museos, que se han convertido en un mercado y un negocio”. El autor de la frase es el pintor Miquel Barceló, que proclamó así el componente espiritual de la obra de arte hace unos meses durante el acto de la firma de un contrato con la diócesis de Mallorca por el que se compromete a realizar una renovación artística de la catedral de Palma de Mallorca. La proclama de Barceló podría haber resultado chocante en otro contexto, pero sin duda es asumida por muchos otros artistas. La función espiritual del arte, analizada por ejemplo en el ensayo “De lo espiritual en arte”, de Kandinski, es reconocida ya por casi todos los artistas serios y por el público que aprecia el arte auténtico. Del mismo modo, son también muchos quienes reconocen que la salud tiene un componente espiritual importante y no bien valorado. Esta dimensión espiritual, recogida sólo de refilón en la definición de salud de la OMS, no tiene nada que ver ni con el fanatismo religioso ni con la consideración de la medicina científica como una nueva religión que promete lo imposible. No; se trata más bien del reconocimiento de que lo espiritual es una parte sustancial del bienestar personal y de que en este sentido la medicina podría tener una función más plena si se ocupara de atender esta necesidad.

Pero esto, claro está, choca con la medicina ortodoxa y con el ejercicio médico habitual. A muchos médicos se les tuerce el gesto con sólo oír juntas las palabras medicina y espiritualidad o religión. Y con razón: éste es un terreno pantanoso y esencialmente ajeno a la medicina basada en la evidencia. Sin embargo, algo se está moviendo, y cada vez hay más estudios que no sólo relacionan descaradamente la espiritualidad con la práctica clínica sino que se atreven a sacar conclusiones que indican que el fomento de los valores espirituales, no necesariamente religiosos, promueven la salud en general y tienen un efecto positivo en la evolución de muchas enfermedades y dolencias. En el Christmas issue del British Medical Journal (BMJ) se publica un editorial sobre el tema en el que su autor, el psiquiatra Larry Culliford, sostiene que los valores y destrezas espirituales se consideran cada vez más como aspectos necesarios en la atención clínica, pero que hay numerosos problemas educativos, económicos, ambientales y personales para introducir los “cuidados espirituales” en medicina. Y la verdad es que el asunto no tiene un fácil abordaje. Aunque sin relación aparente, en otro editorial del mismo número del BMJ, su director, Richard Smith, propone “gastar (ligeramente) menos en salud y más en arte”, con la idea de que así probablemente la salud saldría beneficiada. A algunos les parecerá descabellada la idea, pero si el arte ensancha el horizonte espiritual y esto beneficia a la salud, ¿por qué no podríamos considerar los museos, auditorios y demás templos del arte como verdaderos centros de salud?

Probando, probando

Sobre la evidencia clínica y el devenir de las pruebas

Por más consistentes que parezcan las pruebas o evidencias clínicas, todavía parece más firme y testaruda la inercia a ignorarlas. Son muchos los ejemplos que corroboran esta máxima, pero podemos fijarnos en uno de los más livianos para ilustrarlo. En 1975, en el British Medical Journal (BMJ) se decía: “Ya no hay excusas para asociar la fiebre, los ataques epilépticos, la diarrea, la bronquitis o las erupciones a la dentición”. Pues bien, más de un cuarto de siglo después, un estudio que publicó la misma revista el 12 de octubre de 2002 revelaba que entre médicos de familia, pediatras, dentistas, farmacéuticos y enfermeras todavía prevalece, aunque en distinta proporción, el mito de que la salida de los dientes se acompaña de una variada gama de síntomas, cuando la evidencia clínica indica que, todo lo más, éstos son muy leves e infrecuentes. Esta falsa creencia, además de conducir a medicaciones innecesarias para la dentición, puede provocar retrasos diagnósticos de enfermedades importantes. La evidencia, como se ve, no es tan evidente como indica esta desafortunada traducción del inglés “evidence”.

El prestigio que tiene la Colaboración Cochrane se debe en buena medida a que es la principal iniciativa internacional para impulsar la llamada medicina basada en la evidencia. Sin embargo, y a pesar del buen hacer de los grupos de revisión, algo sigue fallando porque la brecha entre la evidencia y la práctica sigue siendo muy grande, como los bordes de una gran herida que no acaban de juntarse. El 8 de agosto de 2002 el director del BMJ, Richard Smith, dio una conferencia cuyo prometedor título inicial, “If I were editor in chief of the Cochrane Collaboration what would I do to improve the quality of Cochrane reviews”, fue reemplazado por otro más sugestivo y revelador: “Si yo fuera el director de la Cochrane Collaboration cómo haría la Biblioteca Cochrane más útil, manejable, sexy y entretenida”. La provocadora charla de Smith venía a decir que el rigor no debe estar reñido con la amenidad, y que hay que ir probando nuevas e imaginativas vías para difundir la evidencia de forma más clara, interesante y accesible.

Una de las mejores formulaciones de este espíritu es la obra “Clinical evidence” del grupo BMJ, cuya primera edición en castellano vio la luz en julio pasado gracias al Centro Cochrane Iberoamericano que dirige Xavier Bonfill.  Esta obra, presentada en formato de preguntas clínicas, es una guía viva y con un porvenir impresionante, tanto en internet (www.clinicalevidence.com), donde está en permanente actualización en inglés, como en papel, con sus dos ediciones al año. La lástima es que cuando salió la traducción en español ya había una nueva edición en inglés. La coordinadora editorial, Marta Gorgues, espera que haya nuevas ediciones en español, incluso electrónicas. Porque, como se advierte en la obra, “las ediciones anteriores de Clinical Evidence deben ser desechadas o consideradas como curiosidades históricas”.