Más educación dietética

Sobre las causas de la crisis global de obesidad y el papel de los médicos

Desde hace décadas, la población mundial sigue ganando kilos y grasa. Esta crisis global de obesidad se ha convertido en el principal problema de salud. Lo malo es que los médicos no están preparados para afrontarla. Y no es un problema de falta de investigación y pruebas científicas, sino más bien de formación nutricional: los médicos no saben la suficiente de dietética como para aconsejar a sus pacientes. El exceso de kilos y de grasa es un factor de riesgo crucial en las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y algunos cánceres y trastornos musculoesqueléticos, entre otras dolencias. De ahí que la mala alimentación pueda considerarse la principal causa de mortalidad, morbilidad y discapacidad. Para revertir esta situación, hace falta que los médicos de todo el mundo den un paso al frente, asuman el liderazgo que les corresponde y aprendan más nutrición. El segundo paso es mejorar la comunicación sobre alimentación saludable, pues el conocimiento existe pero falla su difusión. Y por esto, entre otras cosas, los gordos de todo el mundo andan desnortados, poniéndose a dieta y sin dejar de engordar. (más…)

Obesidad desenfocada

Si realmente hay en todo el mundo 1.900 millones de adultos con sobrepeso y 600 millones con obesidad, como asegura la OMS, estamos ciertamente ante un grave problema de salud global. El exceso de peso parece recortar la duración de la vida porque se asocia con numerosas enfermedades, como las cardiovasculares, la diabetes y diversos tipos de cáncer, entre otras; pero también parece recortar la calidad de vida, pues estigmatiza y reduce las oportunidades en aspectos clave como la educación, el trabajo y los ingresos. La gordura crece en todo el mundo y se ha convertido en un claro estigma de enfermedad y desventura, cuya gravedad salta a la vista por los masivos, denodados y generalmente infructuosos esfuerzos por adelgazar. Pero la rampante epidemia de obesidad puede contemplarse también como un signo del fracaso de las políticas de prevención, quizá también de defectos de abordaje científico y, en todo caso, como un desastre comunicacional. Al menos en estos tres planos, la “fotografía” de la obesidad aparece desenfocada.

La obesidad, como asegura también la OMS, es evitable y prevenible, pero está claro que la prevención no funciona. Desde 1975 el peso medio de la población lleva aumentando un kilo y medio cada década. Las cifras del sobrepeso y la obesidad se han más que doblado desde 1980. En 2013 había ya más de 42 niños menores de cinco años con exceso de peso; en 2014, el 38% de los hombres y el 40% de las mujeres mayores de 18 años tenían sobrepeso. Si no fuera porque la obesidad mata y estigmatiza, habría que aceptar que el peso normal de la población ha cambiado. Pero millones de personas intentan adelgazar en todo el mundo y no lo consiguen. La dietas de adelgazamiento son soluciones temporales y problemas añadidos. ¿Cómo puede ser que tantas personas inteligentes y voluntariosas en su trabajo y en su vida personal no consigan adelgazar? Algo falla, y todo indica que las políticas de prevención de la obesidad deben rediseñarse.

Es posible que la investigación sobre la obesidad deba también reorientarse. El dogma de que engordar y adelgazar es una simple cuestión de ingesta y gasto de calorías puede ser una verdad matemática, pero no parece una verdad práctica y operativa. Lo cierto es que desconocemos el origen y las causas de la actual pandemia de obesidad, como reconocía en Nature (14 de abril de 2016) el epidemiólogo canadiense John Frank (Origins of the obesity pandemic can be analysed). Para mejorar su comprensión, venía a decir, hay que aplicar nuevos métodos biológicos y estadísticos, algunos de ellos aplicados con éxito en la economía. La obesidad es endiabladamente compleja, quizá tanto como la economía, pero merece una aproximación más científica. “The Guardian preguntó hace poco a nueve economistas si nos encaminamos a otra crisis financiera mundial y, como es natural, dieron nueve respuestas distintas”, escribía Timothy Garton Ash en El País (11 de febrero de 2016). La respuesta sobre el origen y la prevención de la obesidad debiera ser una y la misma. Y todavía no lo es.

De entrada, tenemos un grave problema de lenguaje y de etiquetado de la población obesa. Si la obesidad es un problema de salud por acúmulo de grasa (principalmente abdominal), ¿por qué tanto énfasis en los kilos? ¿por qué la “foto” de la pandemia se sigue haciendo con el índice de masa corporal (IMC), que relaciona el peso con la altura? El IMC es una medida indirecta de la obesidad, muy fácil de calcular pero muy poco precisa: casi la mitad de las personas clasificadas con sobrepeso (IMC entre 25 y 30), el 29% de los obesos (IMC entre 30 y 35) e incluso el 16% de los muy obesos (IMC mayor de 35) están cardiometabólicamente sanos, mientras que más del 30% de quienes tienen un peso normal están enfermos. Estos porcentajes no son insignificantes: representan que solo en EE UU hay 75 millones de personas incorrectamente etiquetadas, según un estudio de Janet Tomiyama publicado en International Journal of Obesity (15 de marzo de 2016). El diagnóstico no es nuevo, pues en la misma revista Francisco López-Jiménez ya había advertido en 2010 que el IMC es un indicador específico pero muy poco sensible (solo identifica el 50% de los afectados). Las alternativas al IMC parecen ser caras o limitadas, pero está claro que este indicador ofrece mucho ruido epidemiológico y que urge tener una imagen más precisa de la pandemia.

El resultado de todo este ruido y desenfoque es un auténtico guirigay científico y mediático sobre la obesidad y las medidas preventivas. Hay además muchos asuntos en el punto de mira que generan continuamente mensajes confusos: los alimentos ultraprocesados, las bebidas azucaradas, el ejercicio físico, los productos de alta densidad calórica, los horarios, el perfil calórico de la dieta, la comida de bajo precio y baja calidad… Pero, ¿cómo comer para no engordar y cómo adelgazar? Sin duda existe un sustrato de sentido común y de pruebas científicas al que atenerse, pero la actual heterogeneidad de mensajes revela que ni los médicos ni las autoridades sanitarias ni por supuesto la ciudadanía parecen tener ideas claras, articuladas y operativas para combatir la obesidad. Mientras la industria alimentaria va a lo suyo, las pirámides alimentarias y otras fórmulas no acaban de dar con la tecla de la comunicación. Quizá es que no se puede comunicar bien lo borroso y haya que esperar a que la ciencia lo aclare. Frank propone estudiar mejor la hipótesis de que la cocina tradicional es una buena defensa contra la obesidad. “Para no engordar y para adelgazar hay que cocinar” podría ser un buen mensaje. Pero esto, por ahora, no es ni siquiera una hipótesis, tan solo una opinión.

El ejercicio no es la panacea

La inactividad física mata y mucho, de eso no hay ninguna duda. Es uno de los cuatro principales factores de riesgo de muerte a nivel global. La OMS le imputa el 6% de todas las muertes, un porcentaje similar al atribuido a la hiperglucemia y solo inferior al del tabaquismo (9%) y la hipertensión arterial (13%). La inactividad es, además, la principal causa del 21-25% de los cánceres de mama y colon, del 27% de la diabetes, del 30% de la enfermedad coronaria, etc. Las cifras pueden variar en cada país, pero las pruebas científicas son incontestables. Son tan incontestables como las que muestran los efectos beneficiosos de la actividad física. Estos beneficios son tan numerosos que parece que estamos ante uno de esos remedios falsos que sirven para casi todo, con la gran diferencia de que muchas de las bondades del ejercicio, aunque no todas, son ciertas.

El ejercicio no solo ayuda a prevenir la diabetes, los ataques cardiacos, los ictus, diversos tipos de cáncer y otras enfermedades. También ayuda a mantener la salud y alargar la vida: un trabajo en The Lancet calculó que si desapareciera la inactividad física del mundo, la esperanza de vida aumentaría entre 0,41 y 0,95 años. La lista de posibles beneficios para la salud del ejercicio moderado, inventariada por la American Heart Association, es de lo más prolija. Pero en esta lista se incluyen también algunos de lo más variopinto; se dice, por ejemplo, que “mejora la autoimagen”, “promueve el entusiasmo y el optimismo”, “ayuda en la lucha para abandonar el tabaquismo”, “contrarresta la ansiedad y la depresión” y “aumenta los niveles de energía”, como si se tratara de una pócima milagrosa.

Lo cierto es que muchas de las virtudes atribuidas al ejercicio están lejos de ser demostradas. Así, no está nada claro que mejore la depresión, pues en el mejor de los casos es solo moderadamente más eficaz que la ausencia de tratamiento, pero no es más eficaz que los antidepresivos o que la psicoterapia. La verdad científica actual es que no hay pruebas que avalen que el ejercicio mejora la calidad de vida de los deprimidos (revisión Cochrane, 13 de septiembre de 2013). Tampoco está demostrado que el ejercicio ayude a dejar de fumar (revisión Cochrane, 29 de agosto de 2014), como no lo está que la utilización de podómetros incremente la motivación y la actividad física (revisión Cochrane, 30 de abril de 2013).

¿Y qué decir de toda la retahíla de mensajes que proclaman las publicaciones y las páginas web sobre bienestar, calidad de vida, forma física, etc.? Muchos de estos mensajes sobre las actividades más recomendables para adelgazar, mantener el cuerpo y el cerebro en forma o prevenir tal o cual enfermedad van más allá, en muchos casos, de lo que se sabe a ciencia cierta, por más que se invoquen estudios científicos. Y es que la mayoría de estos estudios no son controlados, algunos han sido realizados en ratas (véase, por ejemplo, el reciente artículo Which Type of Exercise Is Best for the Brain?), y muchos ofrecen resultados que solo pueden considerarse exploratorios.

Pero sin duda el más controvertido de los mensajes es que el ejercicio es la mejor fórmula para adelgazar. Perder peso es la principal motivación que tiene mucha gente para ir a un gimnasio o empezar a hacer ejercicio. Es, además del gran reclamo de la industria del fitness y el deporte, la coartada perfecta para la industria de las bebidas y alimentos azucarados. Sin embargo, el ejercicio tiene, por sí mismo, una capacidad adelgazante limitada (una reciente investigación publicada en Current Biology explica las razones biológicas de esta limitación). La clave está en la dieta, por más que alguna multinacional se empeñe en tergiversar las pruebas científicas (véase el revelador artículo Coca-Cola Funds Scientists Who Shift Blame for Obesity Away From Bad Diets, publicado en The New York Times).

La actividad física constituye uno de los pilares básicos para mantener la salud. Por eso las autoridades sanitarias recomiendan que todos los adultos realicen 150 minutos semanales de ejercicio físico moderado (como ir en bicicleta o caminar rápido) además de ejercicios de fuerza de los principales sistemas musculares. Sin embargo, menos del 40% de la población mundial hace suficiente ejercicio. Apenas un 20% de la población tiene un trabajo activo, por lo que hay que recurrir a otras vías para ejercitarse. El ejercicio físico se ha convertido en una magnífica medicina porque somos sedentarios, pero tampoco es la panacea de la salud y el bienestar. Y mucho menos la solución para los problemas de sobrepeso y mala alimentación.

Gordos y pobres

Sobre el gradiente socioeconómico del sobrepeso y la obesidad

De la obesidad ya se está hablando mucho, pero se va a hablar cada vez más. Catalogada como una de las epidemias emergentes del siglo XXI, es ya uno de los grandes temas de debate en salud pública. Poco a poco ha ido tomando cuerpo como segundo gran riesgo evitable, después del tabaquismo, y ha empezado incluso a robarle protagonismo en la escena de la salud pública; pero no porque el problema del tabaquismo esté ya solucionado, ni mucho menos, sino porque el de la obesidad apenas empieza a entenderse y todavía no están bien ponderados todos los factores implicados ni evaluadas las medidas para hacerles frente. Aunque la obesidad tiene un componente genético, el ambiental se perfila con diferencia como el más influyente para entender en su conjunto el constante crecimiento del exceso de peso en los países occidentales, especialmente en las capas sociales más desfavorecidas. Lo cierto es que hoy abundan más los gordos entre los pobres que entre los ricos. (más…)

Flacos y longevos

Sobre la obesidad, el tabaquismo y la mortalidad prematura

Si fumar era ya desde hace unas décadas una de las principales bestias negras de la salud y la longevidad en el mundo occidental, en los últimos años empieza a perfilarse otra igual de siniestra: la obesidad. El tabaquismo acorta la vida de una forma importante (en términos de población, se entiende), si es que consideramos importante una reducción de la esperanza de vida de unos 8 o 10 años. Las estadísticas cantan que hay una pandemia de sobrepeso y obesidad, especialmente entre las nuevas generaciones, que se va a cobrar muchos años de calidad de vida y de vida misma. Pero, ¡quién nos iba a decir que la obesidad puede llegar a ser tan perniciosa como el tabaco! (más…)