Entrada publicada en Molienda de ciencia @ Molino de Ideas

El verde es el color de la hierba (verde) y el azul el color del cielo (azul). Pero hay infinidad de objetos verde, azules y de todos los demás colores para los que tenemos nombre. Unas lenguas tienen más palabras para los verdes o para los blancos, según el medio ambiente que haya que nombrar, pero todas tienen abundantes términos para una gran variedad de tonos cromáticos. También tenemos nombres para los sabores básicos (dulce, salado, ácido, amargo y umami), para una gran variedad de experiencias táctiles (rugoso, áspero, liso) y para los tonos sonoros (grave, agudo, vibrante). Todos estos vocablos remiten a experiencias sensoriales nítidas, que clasifican los distintos tipos de colores, sonidos y percepciones táctiles. Hay infinidad de objetos verdes e infinidad de objetos ásperos, y estos adjetivos nos informan de algunas de sus cualidades.

En cambio, no tenemos palabras para nombrar y clasificar los olores. Un pino huele a pino, un libro viejo a libro viejo, una rosa huele a rosa, y la lejía a lejía. ¿A qué huele un ajo, una cebolla, la hierba fresca o la tierra mojada? Pues, a ajo, a cebolla, a hierba fresca y a tierra mojada. Parece ser que no hemos encontrado mejor manera de designar los olores. Incluso científicamente los nombres de los olores remiten a las sustancias odoríferas (Odor Naming Methodology: Correct Identification with Multiple-choice versus Repeatable Identification in a Free Task) ¿Por qué es esto así?

En un guiso de cocina puede haber decenas de olores diferentes, una mezcla compleja de numerosas moléculas odoríferas que resulta imposible discriminar. ¿A qué huele, por ejemplo, una sopa de marisco o una paella? Ni los más experimentados cocineros son capaces de distinguir simultáneamente unos cuantos olores. Si huele realmente bien, decimos que “huele que alimenta”.

Aunque parece ser que existen siete olores primarios (floral, mentolado, alcanforado, almizclado, etéreo, picante y pútrido), esta clasificación no acaba de funcionar como la de los sabores. La ausencia de palabras para los olores indica, de entrada, que el olfato es un sentido menos valorado culturalmente que la vista o el oído. Per hay algo más.

El olfato, como explica el neuropsicólogo Ignacio Morgado en su libro Cómo percibimos el mundo (Ariel, 2012), no es un sentido analítico, es decir, no ha evolucionado para informarnos de las características de los objetos olorosos (para eso tenemos otros sentidos), sino para identificarlos. Los olores nos remiten directamente a las cosas que olemos y no nos dicen cómo son esas cosas (para eso tenemos ya las palabras de las propias cosas).

El olfato es un sentido antiguo, muy relacionado con la supervivencia y la procreación, que nos permite discriminar miles de moléculas olorosas de la tierra, los animales, la industria, los árboles, las personas… En la pituitaria tenemos receptores olfativos específicos para detectar cada una de esas moléculas. Lo que no podemos es tener una palabra para cada uno de esos olores. Sencillamente porque no sería práctico. Y las lenguas son, antes que nada, muy prácticas.

Foto: Olor a papel / Tnarik / Flickr