Sobre la difusión de la salud como metáfora y vara de medir

Para entender la salud y la enfermedad se ha recurrido desde siempre a metáforas belicistas, maquinistas y de otro tipo. La intención no ha sido otra que tratar de visualizar y explicar una realidad en términos de otra que parece más próxima, mejor conocida o más fácil de entender: la enfermedad como una batalla en la que se puede ganar o perder; un cuerpo sano como una máquina bien engrasada, silenciosa y que funciona bien; el cáncer como un cangrejo que te va comiendo… Sin duda, hay imágenes que dan mucho juego. Pero la salud y la enfermedad pueden servir, a su vez, de metáforas para explicar otras realidades y arrojar luz sobre territorios oscuros. ¿Quién no ha oído hablar en los últimos tiempos de la enfermedad del sistema financiero, de activos sanos y tóxicos, y de tantas otras explicaciones económicas con metáforas procedentes del mundo de la salud y la medicina?

Si bien se observa, los conceptos de salud y enfermedad se han inmiscuido en prácticamente todas las actividades sociales. A estas alturas, aceptamos ya sin ambages que una sociedad y las actividades que desarrolla pueden ser más o menos sanas y que ese nivel de salud repercute sobre todos sus miembros. Y es precisamente ese reconocimiento de que la salud tiene una vertiente social lo que la hace omnipresente. La salud y la enfermedad están presentes en el trabajo, en la vivienda, en los pueblos, en las ciudades, en el urbanismo, en la alimentación, en la industria, en las actividades culturales, en los estilos de vida de las personas, en el medio ambiente, en los transportes, en la educación, en el juego, en los deportes, en los viajes, en las relaciones de pareja, en el sexo, en el sueño, en las políticas de todo tipo, en las ideologías, en las lecturas y, en fin, en las ilusiones que uno se hace. Para bien y para mal, la salud es una de las grandes metáforas de nuestros días y una de las principales varas de medir. Además, con el creciente declinar de las religiones y el auge de la ciencia, pasa por ser para muchos el gran sueño individual y colectivo.

Y, sin embargo, la salud sigue siendo algo escurridizo y difícil de definir; tan frágil y perecedero como la vida humana, y con esa rara cualidad que tiene el silencio: cuando se nombra ya no está. Y es que, a pesar de su omnipresencia en la sociedad y en los medios de comunicación, la salud no está en las conversaciones de los niños y jóvenes, que viven la vida con salud, ajenos al deterioro del cuerpo, a las congojas de la falta de vitalidad, a las tribulaciones del paso del tiempo, a las admoniciones de las autoridades sanitarias. La salud es, sin duda, un discurso muy extendido y realmente eficaz para juzgar la bondad de las políticas y de conductas individuales. Pero también puede ser entendida como un consumible, como un recurso finito que hay quien prefiere gastar a manos llenas y quien prefiere dosificarlo. Bien mirado, la idea de salud como valor supremo carece de sentido, porque, en sentido estricto, no es un fin sino un medio para algo tan fácil y tan difícil como vivir.