Sobre la habilidad para aprender de los errores

[divider_flat] Los errores son una buena escuela; casi podría decirse que la única, pues todo lo que se aprende, desde hablar a amar, se hace corrigiendo, puliendo, acotando errores. Es ley de vida en el reino animal (las plantas no yerran porque no se mueven, porque no tienen cerebro, un invento de la evolución que surgió precisamente para dirigir el movimiento): cada individuo debe aprender casi todo por el método del ensayo y el error, si es que hay una segunda oportunidad. Los maestros, los libros, las enseñanzas de los otros sirven en la medida en que estimulan a buscar y a aprender de los errores. “El hombre yerra mientras busca algo”, decía Goethe en su Fausto, y seguramente por eso sostenía que los errores del hombre le hacen particularmente amable. Claro está que no todos los errores son iguales, que los hay mayúsculos y minúsculos, y que todos tienen una dimensión ética en la medida en que afectan a los demás. Pero no se trata de hacer aquí una taxonomía del error, sino sólo un apunte escéptico sobre las razones de la diferente habilidad de unas personas y otras para aprender de los propios errores.

Si para responder a esta intrigante cuestión hiciéramos como se hacía cuando las máximas de los clásicos pesaban más en las argumentaciones que las referencias bibliográficas de Science o Nature, podríamos invocar con justicia a Cicerón, que en una de sus Filípicas, amonestaba: “Cuiusvis hominis est errare; nullius, nisi insipientis, in errore perseverare” (entonces los latines no se traducían, pero ahora hay que hacerlo: “Errar es cosa de hombres, pero perseverar en el error es privativo de los necios”). Y podríamos seguir elucubrando o reflexionando con Gracián (“Errar es humano, pero más lo es culpar de ello a otros”), Confucio (“El hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro error mayor”), Tagore (“Si cerráis la puerta a todos los errores, también la verdad se quedará fuera”) y otros hombres célebres. Ahora, como digo, se impone recurrir a la ciencia, que hoy mismo nos informa en Science (7 de diciembre de 2007; Vol. 318. no. 5856, pp. 1642-45) que una variante genética que influye en la señalización de la dopamina en el cerebro parece dificultar que la gente aprenda de sus errores.

Una lectura apresurada y superficial del trabajo nos llevaría a decir que un alelo de un gen nos puede condenar a tropezar dos y más veces en la misma piedra. Pero no caeremos en este error, porque la investigación se apoya sólo en las habilidades de aprendizaje de ideogramas chinos exhibidas en el laboratorio por 26 jóvenes alemanes (12 de ellos con el alelo en cuestión) y porque, como bien dice el autor principal del trabajo, hace falta investigar más para determinar cómo estos resultados pueden relacionarse con situaciones en el mundo real. Las dudas sobre si este estudio mide lo que dice medir y aporta gran cosa son más que razonables, y remiten a una forma de hacer ciencia quizá ya demasiado frecuentada. En fin, seguimos erre que erre.