Sobre la dialéctica entre la geometría y la emoción en la obra de Scully

Un buen número de cuadros del pintor abstracto Sean Scully (Dublín, 1945) llevan por título Union. Pero más allá del título, una de las constantes de su pintura es la tensión por la búsqueda de la unidad y la dialéctica entre los opuestos.  En las obras de Scully, de quien la Fundación Miró de Barcelona hace ahora una retrospectiva, hay siempre un diálogo entre la geometría y el gesto, entre la línea y el color, entre la idea y la emoción. Este choque entre lo abstracto y lo material, entre lo geométrico y lo emocional, es un estímulo para la meditación: los ojos del espectador tienden a evadirse por las líneas de fuga que delimitan las características bandas de color de sus pinturas abstractas, unas líneas que se han hecho cada vez más imprecisas y sugerentes, manifestándose como si fueran cortes o cicatrices en la carne de la pintura.

La pintura de Scully es muy carnal, con un gran espesor de pintura, logrado mediante sucesivas capas de color que el artista aplica en húmedo sobre húmedo, sin dejar secar la capa de abajo. Por eso sus colores son difíciles de definir y casi de nombrar; son tonos impuros, húmedos y un punto nocturnos por la presencia del negro y el blanco. El verde o el rojo que percibe el ojo en la última capa no son en sí mismos ni verde ni rojo, sino la epidermis de una piel gruesa cuyo sedimento temporal de colores aflora por los bordes y desafía la geometría del cuadro. Esta lucha violenta entre lo abstracto y lo carnal, entre las líneas ortogonales y las emociones que expresa el color es lo que hace que aporta misterio a los cuadros de Scully y les conecta con el mundo real. Al artista no le interesan conceptos como la armonía o la perfección, propios del mundo de las ideas, sino más bien sus contrarios, o en todo caso la dialéctica entre unos y otros.  La armonía en la abstracción geométrica, según él, es algo muerto, algo que resulta demasiado fácil y que realmente no produce nada ni aporta nada al espectador; lo que él busca es crear una experiencia, una situación que pueda ser completada por quien ve sus obras. Reconoce que aspira a representar el mundo, pero no como lo hace un pintor figurativo, sino más bien produciendo un impacto, una impresión de muchas cosas al mismo tiempo: «Partiendo de la geometría, que de hecho es nuestro mundo mental, el de la arquitectura y las matemáticas, quiero estructurar el mundo, resolver la diferencia entre el mundo geométrico y el cultural, en perfecta comunión».

Esta comunión, casi sagrada, entre fuerzas opuestas es la aspiración inalcanzable de Scully. La abundancia de ventanas y dípticos «realizados en habitaciones separadas y en situaciones emocionales diferentes» son fórmulas recurrentes para expresar el antagonismo, la permanente dualidad en su vida y obra, relacionada con su condición de inmigrante irlandés en Londres desde niño y sus sentimientos encontrados de integración y exclusión. Lo que hace tan humana la obra de Scully, lo que impacta y transforma al espectador, es precisamente está búsqueda de comunión entre el espíritu y la carne.