Sobre la aplicación de la neurociencia a la pedagogía

[divider_flat] Si por algo destaca el cerebro humano es por su plasticidad. Esta capacidad de modificar constantemente sus conexiones permite compensar los déficits que aparecen con los años y hace posible casi cualquier aprendizaje. Pero tiene sus límites. Se puede aprender a tocar el piano a cualquier edad, del mismo modo que se puede aprender una nueva lengua o las más comunes o peregrinas habilidades. Sin duda, esto es posible y saludable, pero todos sabemos por experiencia que no es lo mismo aprender ciertas cosas de niño que de adultos.

El cerebro humano es la máquina de aprender más sofisticada que existe: continuamente está aprendiendo y desaprendiendo conocimientos y habilidades. Todos los imputs que recibe –en acciones tan diversas como una conversación o un disgusto– modifican las conexiones cerebrales y el comportamiento. Pero el cerebro tiene sus leyes, y una de las que importa al hablar de pedagogía es que ciertos aprendizajes tienen su momento idóneo, pasado el cual la capacidad es menor. Esta idea se expresa a menudo con el concepto de ventanas que se abren y se cierran, es decir periodos limitados en el tiempo en los que el cerebro tiene una especial capacidad para absorber la información necesaria y consolidar habilidades. De lo que se trata es de aprender cuando la ventana cerebral está abierta.

Incluso el aprendizaje de las habilidades sociales, el saber mantener relaciones saludables con los otros, tiene su ventana en los primeros meses y años de la vida

El cerebro de un niño se triplica de peso en los primeros ocho años y sigue creciendo, aunque a menor ritmo, hasta el final de la adolescencia. La neurociencia empieza a saber qué consecuencias tiene este crecimiento en términos de aprendizaje. Así, se están acotando algunas ventanas, como por ejemplo la del aprendizaje de las lenguas, que permanece abierta de par en par desde el nacimiento hasta los 10 años, o la del desarrollo visual y la organización de la información visual en el espacio, que está abierta desde el nacimiento hasta los cuatro años de edad. La música y las matemáticas están íntimamente relacionadas porque se procesan en las mismas áreas de la corteza cerebral, una zona que tiene su ventana entre el año y los cinco años. Incluso el aprendizaje de las habilidades sociales, el saber mantener relaciones saludables con los otros, tiene su ventana en los primeros meses y años de la vida.

La vida emocional, gobernada principalmente por la amígdala, se configura en buena medida desde el nacimiento hasta el año y medio, y se supone que lo esencial de esta forma aprendida de reaccionar a las diferentes emociones nos condicionará el resto de la vida. Todo esto que empieza a entrever la neurociencia no ha sido canalizado, por desgracia, hacia la pedagogía. Los padres más informados se culpabilizan a veces por las oportunidades que están negando a sus hijos. Pero la mejor prueba de que queda mucho por saber sobre neuropedagogía es que muchos niños salen delante de forma satisfactoria partiendo de las peores condiciones. El aprendizaje es un extraño punto de encuentro entre lo físico, lo mental, lo social y lo espiritual. A la postre, es un proceso eléctrico y enzimático, pero sobre todo enigmático.