Sobre la intuición y el cálculo de probabilidades

El componente emocional del cerebro, tan reconocido en los últimos tiempos por su importancia en la toma de decisiones, no es muy de fiar para valorar riesgos y actuar en consecuencia. En general, las personas no sopesamos bien los riesgos a los que podemos estar expuestos. La mayoría de la gente cree tener mejor salud que la media de la población, lo cual no deja de ser un contrasentido estadístico; los fumadores empedernidos suelen subestimar su riesgo cardiovascular o de cáncer de forma más acusada que los fumadores moderados; los conductores que realizan a diario maniobras peligrosas o los deportistas de riesgo tampoco parecen ser muy conscientes, al menos mientras actúan, de las probabilidades reales que tienen de sufrir un accidente.

Ciertamente, la pasión por el riesgo se atenúa ­–o se transforma– con la edad, pero es algo habitual en todas las culturas y clases sociales. Las conductas de riesgo tienen un componente placentero, y eso es lo que permite entender cómo un sensato padre de familia puede realizar inversiones temerarias en bolsa, poner en riesgo la vida de sus hijos al conducir o jugarse su patrimonio en un casino. Lo lógico es pensar que la evolución ha favorecido los genes “arriesgados” en detrimento de los “apocados”, porque a largo plazo los primeros acumulan más experiencia y son más exitosos. Así, aunque con notables diferencias individuales, todos llevaríamos en nuestros genes una tendencia al riesgo y a la aventura. Y probablemente sea una suerte de mecanismo defensivo lo que nos induce a creernos menos vulnerables de lo que muestran las frías estadísticas.

Sin embargo, no deja de ser sorprendente que el cerebro humano, tan dotado  para el pensamiento y el cálculo abstractos, incurra en errores de bulto al subestimar los propios riesgos o al sobrevalorar las posibilidades de éxito cuando interviene el azar. La proximidad, la resonancia o la espectacularidad, tanto de los peligros como de los éxitos, nos hacen perder el poco juicio estadístico natural que tenemos. Así, las catástrofes aéreas nos inducen a temer más al avión que al coche, aun cuando éste sea menos seguro, del mismo modo que confiamos en que la suerte de la lotería favorecerá un número que lleva mucho tiempo sin salir. El cerebro emocional es utilísimo para desenvolverse en las relaciones personales y en una gran variedad de situaciones, pero suele ser un desastre a la hora estimar los riesgos y azares de la vida. En estos casos, por difícil que resulte, conviene aparcar las intuiciones y emociones, y sopesar fríamente los riesgos y azares. Porque el cálculo de probabilidades es desapasionado y contraintuitivo.