Sobre las creencias extrañas a la razón y su irremediable arraigo y difusión

En una reciente entrevista (La Vanguardia, 21 de febrero),  el cantaor gitano José Mercé remataba así sus convicciones sobre la necesidad de nacer «en el flamenco» y la imposibilidad de aprenderlo en academias: «Esto viene en los genes». Bien podría haber dicho «en la sangre», que queda más propio, colorista y gitano, pero con esta nota de actualidad y ciencia Mercé parece dejar mucho mejor atadas sus ideas. La dinastía de cantaores de los Soto a la que pertenece Mercé se podría tratar de justificar con la media verdad de la genética o con la otra media del ambiente gitano, porque ninguna es completamente falsa, pero ni entre las dos nos servirían para explicar cómo se recorre el camino de dudas, sacrificios, deseos, frustraciones y trances varios que le llevan a uno a hacerse flamenco o médico, pongamos por caso.

Hay que reconocer que en el momento actual las respuestas a la nietzscheana pregunta de «cómo se llega a ser lo que se es» tienen más en consideración la letra pequeña de los genes que lo que puedan decir la filosofía, las ciencias sociales o la tradición. El reduccionismo de los sueños, las ideas y el psicoanálisis ha sido reemplazado hoy el reduccionismo de los neurotransmisores, los números y los genes. Así, por ejemplo, la dopamina se va perfilando día a día como un comodín que lo mismo vale para explicar el Parkinson que la adicción a todo tipo de drogas o la obesidad, y los genes son ya como la piedra Rosetta que una vez descifrada nos dará la clave del jeroglífico de la condición humana. Parece como si no pudiéramos vivir sin supersticiones, y así nos movemos entre las supersticiones propias del pensamiento natural, las de las religiones (el diccionario de la  Real Academia Española no incluye, sin embargo, esta variedad al definir superstición como una creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón), las de la ciencia (las más difíciles de identificar y desenmascarar) y las de la tecnología (verbi gratia, las que nos trae internet), entre otras creencias de lo más extraño y variopinto.

Porque, ¿acaso no es extraño que siempre que lavamos el coche se ponga a llover? ¿O que en la India la prohibición de comer carne de vaca sea un mandato divino y por estos pagos, en cambio, sea una sólo una recomendación científica? ¿No es inverosímil que en un vaso de agua haya más moléculas que vasos de agua en la mar oceana? Seamos rigurosos: todos  somos supersticiosos, aunque cada cual lo sea a su manera y tenga sus propias supersticiones. Cuenta Ernesto Sabato en su libro Heterodoxia que «el ingeniero Georges Itzigsohn jugaba a la ruleta según un plan minuciosamente calculado, a base de fluctuaciones, estadísticas y cálculo de probabilidades», mientras que su mujer, a pesar de su formación científica como médica, «jugaba apostando a los cumpleaños de sus hijos». Y dice Sabato: «Ambos perdían, naturalmente, porque de otro modo no existiría el negocio de la ruleta. Pero mientras el ingeniero perdía científicamente, su mujer perdía absurdamente». Podría añadirse que ambos perdían supersticiosamente, aunque nada sepamos sobre las posibles diferencias en la dopamina cerebral de estos dos aficionados a la ruleta.

El lingüista Noam Chomsky sugería dividir nuestra ignorancia en problemas (aunque no se conoce su solución, al menos se sabe o intuye cómo llegar a ella) y misterios (no hay forma humana de hincarles el diente de la razón), pero habría que considerar también a las supersticiones. A veces tenemos la vana ilusión de que algunos misterios han sido rebajados a la categoría de problemas o tratamos algunos problemas con la insolencia que sólo merecen los misterios. ¿Pero quién nos dice que no se trata de puras supersticiones? Y hablando de lo nuestro, ¿cuántas supersticiones no habrá en biomedicina? ¿cuántas nuevas no nos habrá traído internet? Creo que no hay que pensar mucho para encontrar buenos ejemplos.