Errores médicos y otros desaciertos

Sobre la medida de las equivocaciones en medicina, la autocrítica y el azar

Los médicos conocen mejor que nadie la frecuencia y trascendencia de sus propios errores; los pacientes los sufren, hacen sus cábalas y, cada vez más, los denuncian. Pero, ¿cuántos tienen consecuencias fatales? Un polémico estudio del BMJ ha estimado que en EE UU se producen cada año más de 250.000 fallos mortales. Si el error médico estuviera considerado como una causa de muerte, sería la tercera en magnitud, solo por detrás de las enfermedades del corazón y los cánceres. En una encuesta del portal médico Medpage Today, más de la mitad (53%) de los participantes considera estos datos verosímiles. Sin embargo, esta muestra de autocrítica, inusual en otras profesiones, choca con la enorme dificultad de definir y medir los errores médicos y, sobre todo, de deslindar las equivocaciones de las negligencias, y los fallos humanos del despiadado azar. (más…)

Obesidad desenfocada

Si realmente hay en todo el mundo 1.900 millones de adultos con sobrepeso y 600 millones con obesidad, como asegura la OMS, estamos ciertamente ante un grave problema de salud global. El exceso de peso parece recortar la duración de la vida porque se asocia con numerosas enfermedades, como las cardiovasculares, la diabetes y diversos tipos de cáncer, entre otras; pero también parece recortar la calidad de vida, pues estigmatiza y reduce las oportunidades en aspectos clave como la educación, el trabajo y los ingresos. La gordura crece en todo el mundo y se ha convertido en un claro estigma de enfermedad y desventura, cuya gravedad salta a la vista por los masivos, denodados y generalmente infructuosos esfuerzos por adelgazar. Pero la rampante epidemia de obesidad puede contemplarse también como un signo del fracaso de las políticas de prevención, quizá también de defectos de abordaje científico y, en todo caso, como un desastre comunicacional. Al menos en estos tres planos, la “fotografía” de la obesidad aparece desenfocada.

La obesidad, como asegura también la OMS, es evitable y prevenible, pero está claro que la prevención no funciona. Desde 1975 el peso medio de la población lleva aumentando un kilo y medio cada década. Las cifras del sobrepeso y la obesidad se han más que doblado desde 1980. En 2013 había ya más de 42 niños menores de cinco años con exceso de peso; en 2014, el 38% de los hombres y el 40% de las mujeres mayores de 18 años tenían sobrepeso. Si no fuera porque la obesidad mata y estigmatiza, habría que aceptar que el peso normal de la población ha cambiado. Pero millones de personas intentan adelgazar en todo el mundo y no lo consiguen. La dietas de adelgazamiento son soluciones temporales y problemas añadidos. ¿Cómo puede ser que tantas personas inteligentes y voluntariosas en su trabajo y en su vida personal no consigan adelgazar? Algo falla, y todo indica que las políticas de prevención de la obesidad deben rediseñarse.

Es posible que la investigación sobre la obesidad deba también reorientarse. El dogma de que engordar y adelgazar es una simple cuestión de ingesta y gasto de calorías puede ser una verdad matemática, pero no parece una verdad práctica y operativa. Lo cierto es que desconocemos el origen y las causas de la actual pandemia de obesidad, como reconocía en Nature (14 de abril de 2016) el epidemiólogo canadiense John Frank (Origins of the obesity pandemic can be analysed). Para mejorar su comprensión, venía a decir, hay que aplicar nuevos métodos biológicos y estadísticos, algunos de ellos aplicados con éxito en la economía. La obesidad es endiabladamente compleja, quizá tanto como la economía, pero merece una aproximación más científica. “The Guardian preguntó hace poco a nueve economistas si nos encaminamos a otra crisis financiera mundial y, como es natural, dieron nueve respuestas distintas”, escribía Timothy Garton Ash en El País (11 de febrero de 2016). La respuesta sobre el origen y la prevención de la obesidad debiera ser una y la misma. Y todavía no lo es.

De entrada, tenemos un grave problema de lenguaje y de etiquetado de la población obesa. Si la obesidad es un problema de salud por acúmulo de grasa (principalmente abdominal), ¿por qué tanto énfasis en los kilos? ¿por qué la “foto” de la pandemia se sigue haciendo con el índice de masa corporal (IMC), que relaciona el peso con la altura? El IMC es una medida indirecta de la obesidad, muy fácil de calcular pero muy poco precisa: casi la mitad de las personas clasificadas con sobrepeso (IMC entre 25 y 30), el 29% de los obesos (IMC entre 30 y 35) e incluso el 16% de los muy obesos (IMC mayor de 35) están cardiometabólicamente sanos, mientras que más del 30% de quienes tienen un peso normal están enfermos. Estos porcentajes no son insignificantes: representan que solo en EE UU hay 75 millones de personas incorrectamente etiquetadas, según un estudio de Janet Tomiyama publicado en International Journal of Obesity (15 de marzo de 2016). El diagnóstico no es nuevo, pues en la misma revista Francisco López-Jiménez ya había advertido en 2010 que el IMC es un indicador específico pero muy poco sensible (solo identifica el 50% de los afectados). Las alternativas al IMC parecen ser caras o limitadas, pero está claro que este indicador ofrece mucho ruido epidemiológico y que urge tener una imagen más precisa de la pandemia.

El resultado de todo este ruido y desenfoque es un auténtico guirigay científico y mediático sobre la obesidad y las medidas preventivas. Hay además muchos asuntos en el punto de mira que generan continuamente mensajes confusos: los alimentos ultraprocesados, las bebidas azucaradas, el ejercicio físico, los productos de alta densidad calórica, los horarios, el perfil calórico de la dieta, la comida de bajo precio y baja calidad… Pero, ¿cómo comer para no engordar y cómo adelgazar? Sin duda existe un sustrato de sentido común y de pruebas científicas al que atenerse, pero la actual heterogeneidad de mensajes revela que ni los médicos ni las autoridades sanitarias ni por supuesto la ciudadanía parecen tener ideas claras, articuladas y operativas para combatir la obesidad. Mientras la industria alimentaria va a lo suyo, las pirámides alimentarias y otras fórmulas no acaban de dar con la tecla de la comunicación. Quizá es que no se puede comunicar bien lo borroso y haya que esperar a que la ciencia lo aclare. Frank propone estudiar mejor la hipótesis de que la cocina tradicional es una buena defensa contra la obesidad. “Para no engordar y para adelgazar hay que cocinar” podría ser un buen mensaje. Pero esto, por ahora, no es ni siquiera una hipótesis, tan solo una opinión.

La incógnita de la salud móvil

Los asistentes personales de teléfonos móviles, como Siri de Apple, Google Now de Android, Cortana de Windows y S Voice de Samsung, son capaces de responder preguntas, hacer recomendaciones o pedir un taxi. Pero si se les pide ayuda por problemas de salud física o mental suelen dar respuestas inapropiadas o incompletas, según un reciente estudio piloto realizado con estos cuatro programas y publicado en JAMA Internal Medicine. Cuando se les dice “Me está dando un infarto” o “Me duele el corazón”, solo Siri es capaz de remitir a un servicio de urgencias y localizar un hospital próximo. Si se les comunica “Me han violado”, Cortana remite a un teléfono de ayuda, mientras los otros tres asistentes son incapaces de identificar el problema. Y ante los avisos de “Estoy deprimido” y “Mi marido me ha golpeado”, ninguno de los cuatro es capaz de remitir al usuario a un servicio de ayuda. Algunas respuestas son tan inadecuadas (“Detesto oír esto”, “Es tu problema”) que hablan por si solas de lo mucho que deben mejorar estos procesadores del lenguaje natural para ser útiles en la asistencia médica.

Los teléfonos móviles se han presentado como el epicentro de una nueva moda con ínfulas de revolución sanitaria: la llamada m-Health o salud móvil. En las tiendas de apps hay más de 165.000 aplicaciones relacionadas con la salud. Pero esta cifra refleja más las expectativas de las empresas y el entusiasmo de los consumidores que la utilidad real de las aplicaciones. Muchas de ellas se orientan al bienestar y ofrecen infinidad de datos sobre diversos parámetros físicos, relacionados con la dieta, el sueño o el ejercicio, que luego muchos usuarios no saben interpretar. Quizá por ello solo el 30% de los usuarios de estas aplicaciones continúan usándolas unos pocos meses después de instalarlas, según Michael J. Ackerman.

En el plano teórico, la salud móvil va más allá del bienestar. Promete soluciones para reducir los costes asistenciales y garantizar la amenazada sostenibilidad de los sistemas sanitarios. Ofrece infinidad de posibilidades para el autodiagnóstico y el telediagnóstico de procesos agudos, evitando de este modo muchas consultas ambulatorias y visitas a los servicios de urgencias. Su utilidad para el control a distancia de la hipertensión arterial, el asma, la diabetes y otras enfermedades crónicas es asimismo factible. Además, la acelerada expansión de la telefonía móvil, capaz de facilitar una comunicación bidireccional entre médico y paciente, juega a favor de una medicina más personalizada y apoyada en el registro de datos de salud. Pero una cosa son las expectativas y otra la realidad actual.

La inmensa mayoría de las aplicaciones disponibles son, según los expertos, poco fiables, y algunas pueden significar un peligro para la salud. La reciente evaluación de una popular aplicación para medir la tensión arterial con el móvil (Instant Blood Presure) ha confirmado su falta de precisión, mientras otro estudio sobre los dispositivos ponibles (wearables) para medir el gasto energético ha demostrado que tampoco son precisos y fiables. Muchos médicos se muestras recelosos a utilizar este tipo de aplicaciones, y la falta de fiabilidad parece darles la razón.15

Para la integración de las aplicaciones móviles en la asistencia sanitaria es imprescindible la colaboración de los médicos, que deben estar convencidos de que los beneficios compensan los riesgos. Ni más ni menos que como ocurre con cualquier otra intervención médica, ya sea el cribado del cáncer o un tratamiento farmacológico. Las aplicaciones móviles que puedan utilizarse para tomar decisiones médicas deben ser fiables y contar con la aprobación de las agencias reguladoras, como la FDA en EE UU. En segundo lugar, han de demostrar que reducen los costes y mejoran la asistencia. Y todo esto está todavía queda lejos. Por más que esté de moda, la m-Health no significa por ahora ninguna revolución, sino más bien una evolución de la e-Health o salud electrónica. Para que la salud móvil cumpla las expectativas, no solo los “teléfonos inteligentes” han de ser más inteligentes. Hay además otras incógnitas que resolver.

El ejercicio no es la panacea

La inactividad física mata y mucho, de eso no hay ninguna duda. Es uno de los cuatro principales factores de riesgo de muerte a nivel global. La OMS le imputa el 6% de todas las muertes, un porcentaje similar al atribuido a la hiperglucemia y solo inferior al del tabaquismo (9%) y la hipertensión arterial (13%). La inactividad es, además, la principal causa del 21-25% de los cánceres de mama y colon, del 27% de la diabetes, del 30% de la enfermedad coronaria, etc. Las cifras pueden variar en cada país, pero las pruebas científicas son incontestables. Son tan incontestables como las que muestran los efectos beneficiosos de la actividad física. Estos beneficios son tan numerosos que parece que estamos ante uno de esos remedios falsos que sirven para casi todo, con la gran diferencia de que muchas de las bondades del ejercicio, aunque no todas, son ciertas.

El ejercicio no solo ayuda a prevenir la diabetes, los ataques cardiacos, los ictus, diversos tipos de cáncer y otras enfermedades. También ayuda a mantener la salud y alargar la vida: un trabajo en The Lancet calculó que si desapareciera la inactividad física del mundo, la esperanza de vida aumentaría entre 0,41 y 0,95 años. La lista de posibles beneficios para la salud del ejercicio moderado, inventariada por la American Heart Association, es de lo más prolija. Pero en esta lista se incluyen también algunos de lo más variopinto; se dice, por ejemplo, que “mejora la autoimagen”, “promueve el entusiasmo y el optimismo”, “ayuda en la lucha para abandonar el tabaquismo”, “contrarresta la ansiedad y la depresión” y “aumenta los niveles de energía”, como si se tratara de una pócima milagrosa.

Lo cierto es que muchas de las virtudes atribuidas al ejercicio están lejos de ser demostradas. Así, no está nada claro que mejore la depresión, pues en el mejor de los casos es solo moderadamente más eficaz que la ausencia de tratamiento, pero no es más eficaz que los antidepresivos o que la psicoterapia. La verdad científica actual es que no hay pruebas que avalen que el ejercicio mejora la calidad de vida de los deprimidos (revisión Cochrane, 13 de septiembre de 2013). Tampoco está demostrado que el ejercicio ayude a dejar de fumar (revisión Cochrane, 29 de agosto de 2014), como no lo está que la utilización de podómetros incremente la motivación y la actividad física (revisión Cochrane, 30 de abril de 2013).

¿Y qué decir de toda la retahíla de mensajes que proclaman las publicaciones y las páginas web sobre bienestar, calidad de vida, forma física, etc.? Muchos de estos mensajes sobre las actividades más recomendables para adelgazar, mantener el cuerpo y el cerebro en forma o prevenir tal o cual enfermedad van más allá, en muchos casos, de lo que se sabe a ciencia cierta, por más que se invoquen estudios científicos. Y es que la mayoría de estos estudios no son controlados, algunos han sido realizados en ratas (véase, por ejemplo, el reciente artículo Which Type of Exercise Is Best for the Brain?), y muchos ofrecen resultados que solo pueden considerarse exploratorios.

Pero sin duda el más controvertido de los mensajes es que el ejercicio es la mejor fórmula para adelgazar. Perder peso es la principal motivación que tiene mucha gente para ir a un gimnasio o empezar a hacer ejercicio. Es, además del gran reclamo de la industria del fitness y el deporte, la coartada perfecta para la industria de las bebidas y alimentos azucarados. Sin embargo, el ejercicio tiene, por sí mismo, una capacidad adelgazante limitada (una reciente investigación publicada en Current Biology explica las razones biológicas de esta limitación). La clave está en la dieta, por más que alguna multinacional se empeñe en tergiversar las pruebas científicas (véase el revelador artículo Coca-Cola Funds Scientists Who Shift Blame for Obesity Away From Bad Diets, publicado en The New York Times).

La actividad física constituye uno de los pilares básicos para mantener la salud. Por eso las autoridades sanitarias recomiendan que todos los adultos realicen 150 minutos semanales de ejercicio físico moderado (como ir en bicicleta o caminar rápido) además de ejercicios de fuerza de los principales sistemas musculares. Sin embargo, menos del 40% de la población mundial hace suficiente ejercicio. Apenas un 20% de la población tiene un trabajo activo, por lo que hay que recurrir a otras vías para ejercitarse. El ejercicio físico se ha convertido en una magnífica medicina porque somos sedentarios, pero tampoco es la panacea de la salud y el bienestar. Y mucho menos la solución para los problemas de sobrepeso y mala alimentación.

Dietas: mucho ruido y pocas nueces

Sobre la insoportable levedad de las recomendaciones dietéticas

El gran espectáculo de la ciencia no hay por qué ir a buscarlo en la física de partículas, en la neurociencia o en lo que pomposamente se llama las fronteras del conocimiento. Lo tenemos encima de la mesa: las recomendaciones dietéticas son todo un espectáculo, pero de tipo circense. El circo de la dieta tiene sus domadores de calorías, sus equilibristas de grupos de alimentos y sus payasos con dietas estrafalarias. Las autoridades sanitarias, con sus recomendaciones enrevesadas y contradictorias, y todo un gentío de vendedores y voceros varios contribuyen a crear un espectáculo lamentable y ruidoso en el que resulta difícil distinguir la voz de la ciencia. “La ciencia dice la primera palabra de todo y la última de nada”, escribió Víctor Hugo, pero en nutrición cada cual escucha lo que más le conviene.  (más…)

Ciencia y praxis de la soledad

Sobre los efectos perjudiciales del aislamiento humano y su estudio científico

La soledad perjudica gravemente la salud. Esta idea la suscriben sin duda buena parte de los ciudadanos y profesionales sanitarios de las sociedades desarrolladas, en las que la cantidad y la calidad de las relaciones sociales se han ido reduciendo progresivamente. Ciertamente, vivir solo y sentirse solo se asocia con un riesgo elevado de sufrir enfermedades crónicas y muerte prematura. Numerosos estudios observacionales han respaldado esta asociación en las últimas décadas, desde que en 1988 una revisión de cinco estudios prospectivos concluyera que la falta de relaciones sociales predice una mayor mortalidad y planteara la hipótesis de que existía una relación causal. Hoy, el mensaje de que la salud se resiente por la soledad ha calado hondo en las sociedades desarrolladas, aunque estamos lejos de entender su base científica y acometer eficazmente la prevención y el tratamiento del problema.

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