Obesidad desenfocada

Si realmente hay en todo el mundo 1.900 millones de adultos con sobrepeso y 600 millones con obesidad, como asegura la OMS, estamos ciertamente ante un grave problema de salud global. El exceso de peso parece recortar la duración de la vida porque se asocia con numerosas enfermedades, como las cardiovasculares, la diabetes y diversos tipos de cáncer, entre otras; pero también parece recortar la calidad de vida, pues estigmatiza y reduce las oportunidades en aspectos clave como la educación, el trabajo y los ingresos. La gordura crece en todo el mundo y se ha convertido en un claro estigma de enfermedad y desventura, cuya gravedad salta a la vista por los masivos, denodados y generalmente infructuosos esfuerzos por adelgazar. Pero la rampante epidemia de obesidad puede contemplarse también como un signo del fracaso de las políticas de prevención, quizá también de defectos de abordaje científico y, en todo caso, como un desastre comunicacional. Al menos en estos tres planos, la “fotografía” de la obesidad aparece desenfocada.

La obesidad, como asegura también la OMS, es evitable y prevenible, pero está claro que la prevención no funciona. Desde 1975 el peso medio de la población lleva aumentando un kilo y medio cada década. Las cifras del sobrepeso y la obesidad se han más que doblado desde 1980. En 2013 había ya más de 42 niños menores de cinco años con exceso de peso; en 2014, el 38% de los hombres y el 40% de las mujeres mayores de 18 años tenían sobrepeso. Si no fuera porque la obesidad mata y estigmatiza, habría que aceptar que el peso normal de la población ha cambiado. Pero millones de personas intentan adelgazar en todo el mundo y no lo consiguen. La dietas de adelgazamiento son soluciones temporales y problemas añadidos. ¿Cómo puede ser que tantas personas inteligentes y voluntariosas en su trabajo y en su vida personal no consigan adelgazar? Algo falla, y todo indica que las políticas de prevención de la obesidad deben rediseñarse.

Es posible que la investigación sobre la obesidad deba también reorientarse. El dogma de que engordar y adelgazar es una simple cuestión de ingesta y gasto de calorías puede ser una verdad matemática, pero no parece una verdad práctica y operativa. Lo cierto es que desconocemos el origen y las causas de la actual pandemia de obesidad, como reconocía en Nature (14 de abril de 2016) el epidemiólogo canadiense John Frank (Origins of the obesity pandemic can be analysed). Para mejorar su comprensión, venía a decir, hay que aplicar nuevos métodos biológicos y estadísticos, algunos de ellos aplicados con éxito en la economía. La obesidad es endiabladamente compleja, quizá tanto como la economía, pero merece una aproximación más científica. “The Guardian preguntó hace poco a nueve economistas si nos encaminamos a otra crisis financiera mundial y, como es natural, dieron nueve respuestas distintas”, escribía Timothy Garton Ash en El País (11 de febrero de 2016). La respuesta sobre el origen y la prevención de la obesidad debiera ser una y la misma. Y todavía no lo es.

De entrada, tenemos un grave problema de lenguaje y de etiquetado de la población obesa. Si la obesidad es un problema de salud por acúmulo de grasa (principalmente abdominal), ¿por qué tanto énfasis en los kilos? ¿por qué la “foto” de la pandemia se sigue haciendo con el índice de masa corporal (IMC), que relaciona el peso con la altura? El IMC es una medida indirecta de la obesidad, muy fácil de calcular pero muy poco precisa: casi la mitad de las personas clasificadas con sobrepeso (IMC entre 25 y 30), el 29% de los obesos (IMC entre 30 y 35) e incluso el 16% de los muy obesos (IMC mayor de 35) están cardiometabólicamente sanos, mientras que más del 30% de quienes tienen un peso normal están enfermos. Estos porcentajes no son insignificantes: representan que solo en EE UU hay 75 millones de personas incorrectamente etiquetadas, según un estudio de Janet Tomiyama publicado en International Journal of Obesity (15 de marzo de 2016). El diagnóstico no es nuevo, pues en la misma revista Francisco López-Jiménez ya había advertido en 2010 que el IMC es un indicador específico pero muy poco sensible (solo identifica el 50% de los afectados). Las alternativas al IMC parecen ser caras o limitadas, pero está claro que este indicador ofrece mucho ruido epidemiológico y que urge tener una imagen más precisa de la pandemia.

El resultado de todo este ruido y desenfoque es un auténtico guirigay científico y mediático sobre la obesidad y las medidas preventivas. Hay además muchos asuntos en el punto de mira que generan continuamente mensajes confusos: los alimentos ultraprocesados, las bebidas azucaradas, el ejercicio físico, los productos de alta densidad calórica, los horarios, el perfil calórico de la dieta, la comida de bajo precio y baja calidad… Pero, ¿cómo comer para no engordar y cómo adelgazar? Sin duda existe un sustrato de sentido común y de pruebas científicas al que atenerse, pero la actual heterogeneidad de mensajes revela que ni los médicos ni las autoridades sanitarias ni por supuesto la ciudadanía parecen tener ideas claras, articuladas y operativas para combatir la obesidad. Mientras la industria alimentaria va a lo suyo, las pirámides alimentarias y otras fórmulas no acaban de dar con la tecla de la comunicación. Quizá es que no se puede comunicar bien lo borroso y haya que esperar a que la ciencia lo aclare. Frank propone estudiar mejor la hipótesis de que la cocina tradicional es una buena defensa contra la obesidad. “Para no engordar y para adelgazar hay que cocinar” podría ser un buen mensaje. Pero esto, por ahora, no es ni siquiera una hipótesis, tan solo una opinión.

La incógnita de la salud móvil

Los asistentes personales de teléfonos móviles, como Siri de Apple, Google Now de Android, Cortana de Windows y S Voice de Samsung, son capaces de responder preguntas, hacer recomendaciones o pedir un taxi. Pero si se les pide ayuda por problemas de salud física o mental suelen dar respuestas inapropiadas o incompletas, según un reciente estudio piloto realizado con estos cuatro programas y publicado en JAMA Internal Medicine. Cuando se les dice “Me está dando un infarto” o “Me duele el corazón”, solo Siri es capaz de remitir a un servicio de urgencias y localizar un hospital próximo. Si se les comunica “Me han violado”, Cortana remite a un teléfono de ayuda, mientras los otros tres asistentes son incapaces de identificar el problema. Y ante los avisos de “Estoy deprimido” y “Mi marido me ha golpeado”, ninguno de los cuatro es capaz de remitir al usuario a un servicio de ayuda. Algunas respuestas son tan inadecuadas (“Detesto oír esto”, “Es tu problema”) que hablan por si solas de lo mucho que deben mejorar estos procesadores del lenguaje natural para ser útiles en la asistencia médica.

Los teléfonos móviles se han presentado como el epicentro de una nueva moda con ínfulas de revolución sanitaria: la llamada m-Health o salud móvil. En las tiendas de apps hay más de 165.000 aplicaciones relacionadas con la salud. Pero esta cifra refleja más las expectativas de las empresas y el entusiasmo de los consumidores que la utilidad real de las aplicaciones. Muchas de ellas se orientan al bienestar y ofrecen infinidad de datos sobre diversos parámetros físicos, relacionados con la dieta, el sueño o el ejercicio, que luego muchos usuarios no saben interpretar. Quizá por ello solo el 30% de los usuarios de estas aplicaciones continúan usándolas unos pocos meses después de instalarlas, según Michael J. Ackerman.

En el plano teórico, la salud móvil va más allá del bienestar. Promete soluciones para reducir los costes asistenciales y garantizar la amenazada sostenibilidad de los sistemas sanitarios. Ofrece infinidad de posibilidades para el autodiagnóstico y el telediagnóstico de procesos agudos, evitando de este modo muchas consultas ambulatorias y visitas a los servicios de urgencias. Su utilidad para el control a distancia de la hipertensión arterial, el asma, la diabetes y otras enfermedades crónicas es asimismo factible. Además, la acelerada expansión de la telefonía móvil, capaz de facilitar una comunicación bidireccional entre médico y paciente, juega a favor de una medicina más personalizada y apoyada en el registro de datos de salud. Pero una cosa son las expectativas y otra la realidad actual.

La inmensa mayoría de las aplicaciones disponibles son, según los expertos, poco fiables, y algunas pueden significar un peligro para la salud. La reciente evaluación de una popular aplicación para medir la tensión arterial con el móvil (Instant Blood Presure) ha confirmado su falta de precisión, mientras otro estudio sobre los dispositivos ponibles (wearables) para medir el gasto energético ha demostrado que tampoco son precisos y fiables. Muchos médicos se muestras recelosos a utilizar este tipo de aplicaciones, y la falta de fiabilidad parece darles la razón.15

Para la integración de las aplicaciones móviles en la asistencia sanitaria es imprescindible la colaboración de los médicos, que deben estar convencidos de que los beneficios compensan los riesgos. Ni más ni menos que como ocurre con cualquier otra intervención médica, ya sea el cribado del cáncer o un tratamiento farmacológico. Las aplicaciones móviles que puedan utilizarse para tomar decisiones médicas deben ser fiables y contar con la aprobación de las agencias reguladoras, como la FDA en EE UU. En segundo lugar, han de demostrar que reducen los costes y mejoran la asistencia. Y todo esto está todavía queda lejos. Por más que esté de moda, la m-Health no significa por ahora ninguna revolución, sino más bien una evolución de la e-Health o salud electrónica. Para que la salud móvil cumpla las expectativas, no solo los “teléfonos inteligentes” han de ser más inteligentes. Hay además otras incógnitas que resolver.