Sobre la añoranza de la vida campestre y el mito de lo natural

La pérdida de la armonía con la naturaleza es ya una queja universal. La añoranza de la vida campestre, tan recurrente a la vuelta del verano, se ha disparado con la urbanización. En 1900 sólo Londres tenía más de un millón de habitantes, pero ahora hay más de 100 metrópolis que superan los tres millones y más de la mitad de la población mundial vive en ciudades. Ni los pueblos ni las ciudades son lo que eran, pero en cualquier caso la vida urbana sigue imponiendo condiciones bien distintas a la vida rural. El distanciamiento de la naturaleza ha facilitado que muchas de las carencias que siente el habitante de las ciudades y megaciudades hayan cristalizado en una utopía rural. Lo que nos proyecta esta imagen ideal es que el estrés, el aislamiento social, la ansiedad, la falta de tiempo, la contaminación, el ruido y tantos otros problemas de la vida son casi consustanciales a la vida urbana. En el imaginario del urbanita, la vida rural aparece como un remanso de sosiego, calidad de vida y salud.

Aparentemente, la salud en el medio rural es mejor que en las ciudades. Sin embargo, algunos de los indicadores muestran lo contrario. Los habitantes de los pueblos más aislados y alejados de los grandes núcleos urbanos tienen un peor acceso a los servicios sanitarios, y en caso de emergencia sanitaria este es sin duda un factor que marca la diferencia. En las áreas rurales hay también menos médicos de muchas especialidades y, en general, el abordaje de ciertas enfermedades puede resultar más complicado. Además, el peor acceso a los controles de salud puede propiciar un retraso en el momento del diagnóstico y que algunas enfermedades puedan tener peor pronóstico. Vivir en el pueblo no es, por tanto, ningún seguro de salud. En EE UU, por ejemplo, la gente que vive en áreas rurales tiene más enfermedades crónicas que la que vive en áreas urbanas, además de una mayor incidencia de algunos cánceres relacionados con la exposición a compuestos químicos utilizados en la agricultura. Ni siquiera está claro que se coma mejor en el campo que en las grandes ciudades, donde incluso el suministro de alimentos ecológicos es más eficaz.

El diferencial positivo del campo respecto a la ciudad parece estar más bien en el terreno psicológico. En su libro El arte de viajar, Alain de Botton recuerda que William Wordsworth (1770-1850), el gran poeta de la naturaleza, ya acusaba a las ciudades de alimentar emociones destructoras: la ansiedad por el estatus social, la envidia por el éxito ajeno, el orgullo y el deseo de brillar a los ojos de los demás. El contacto cotidiano o esporádico con el campo puede ser un bálsamo para la mente, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que en los pueblos no haya depresiones, insomnios y otros males asociados a la vida urbana. Tanto el campo como la ciudad tienen sus incondicionales, y hay incluso quien cree que la virtud está en el punto medio. Pero a la vista está cómo el mito de la vida rural ha conducido a crear esos inmensos suburbios de adosados en los que se puede encontrar lo peor de ambos mundos.