Sobre la finalidad de los recuerdos y su soportable levedad

[divider_flat] Mucha gente reconoce tener mala memoria, pero muy pocos dicen lo mismo sobre su inteligencia. Sin duda, el prestigio de la inteligencia es muy superior al de la memoria. Pero esto no siempre fue así: cuando no existía la imprenta, ni la fotografía ni otros medios modernos para almacenar información, la memoria era una facultad muy valorada. Desde que el poeta griego Simónides de Ceos inventó el arte de la memoria o nemotecnia, desarrollar una buena capacidad memorística fue uno de los objetivos educativos. La memoria llegó a ser considerada una de las potencias del alma (racional), equiparable a la voluntad y al entendimiento. Su reciente y desgraciado descrédito se debe probablemente a la aparición de memorias externas cada vez más potentes y funcionales. Pero ahora que arrecian las quejas por la pérdida de vigor memorístico y hay una revalorización de la memoria, parece oportuno plantearse a la luz de la neurociencia qué es, para qué sirve y cómo cuidarla.

Recordar por recordar no parece tener mucho sentido. Desde una perspectiva biológica, se recuerda para algo, con un propósito concreto: para sobrevivir, para tener a punto la respuesta más idónea. La memoria no es, pues, el baúl de los recuerdos, sino un recurso para la acción. Si el cerebro parece estar concebido biológicamente para anticipar el futuro, como nos enseña la neurociencia, la memoria sería entonces la herramienta que nos pone en bandeja los elementos para tomar la decisión correcta, la más adaptativa. Desde esta perspectiva biológica y evolutiva, una memoria fiel y absoluta parece más bien un lastre que una herramienta auxiliar para predecir el próximo instante. ¿Qué merece la pena recordar? ¿Qué es tener buena memoria? ¿Recordar algo con precisión o invocar una imagen mental, quizá una simple sensación, que nos pone en predisposición de adoptar la mejor respuesta ahora? Todo apunta a que el propósito último del cerebro es fabricar, con ayuda de los sentidos y de la memoria, una imagen mental de lo que puede ocurrir en el inmediato futuro. Y quizá todo se condense en una sensación.

Así las cosas, quizá no tengamos tan mala memoria, incluso cuando a partir de las edades medias de la vida se vuelve más frágil para los datos, las citas, los recuerdos. El fantasma de la pérdida de vigor intelectual, por no hablar de la demencia y del Alzhéimer, está más presente que nunca en esta sociedad que envejece y exige a todas las edades una buena capacidad intelectual. Esto explica en parte el actual auge de los ejercicios mentales, incluido un cierto revival de la nemotecnia, y nos anticipa un inmediato futuro en el que el llamado dopping intelectual puede ser moneda corriente, con todas sus implicaciones morales y de salud. Nos quejamos de tener mala memoria, pero lo cierto es que todos tenemos buena memoria para lo que nos interesa. Porque más allá de nuestras aficiones e intereses intelectuales, lo que más nos interesa a todos es ser adaptativos con el entorno y con los demás, para seguir vivos.