Sobre los malestares del bienestar y los enfermos que no lo son

[divider_flat] Hay una nueva epidemia que recorre el mundo desarrollado. Bueno, para ser serios y rigurosos, ni es nueva ni es una auténtica epidemia. Los afectados, que se cuentan por millones, son aquellas personas que acuden al médico aquejadas de una cierta inquietud, un malestar vago, una insatisfacción general, pero que tras ser evaluadas no cumplen los criterios diagnósticos de ninguna enfermedad orgánica o trastorno mental. Estos casos pueden representar nada menos que el 20% de las consultas de salud mental y un porcentaje superior de las de atención primaria. Son enfermos si consideramos que “enfermo es el que va al médico”, según la célebre expresión del neurólogo alemán Viktor von Weizsäcker (1886-1957), pero al carecer de diagnóstico clínico, pasan a ser etiquetados como “códigos Z”, una clasificación heterogénea que acoge muchos de los trastornos de la insatisfacción y a los enfermos que no lo son.

Los códigos Z son una etiqueta creada en las principales clasificaciones de enfermedades para catalogar problemas de salud que no son propiamente enfermedades. Así, la International Statistical Classification of Diseases and Related Health Problems de la OMS, en su décima revisión (ICD-10), reserva los códigos Z para los “factores que influyen en la salud y contactos con los servicios de salud”. Aquí se incluyen personas con diferentes circunstancias psicosociales, económicas o personales que potencialmente afectan a su salud. Por su parte, el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders de la American Psychiatric Association, el manual de referencia para los trastornos mentales en medio mundo, en su edición de 1994 (DSM-IV), la última hasta ahora, reservaba los códigos Z para diversas situaciones que no son propiamente trastornos mentales, sino problemas paternofialiales (Z63.8), problemas espirituales (Z71.8), comportamientos antisociales (Z72.8) y otros. Estos códigos Z empezaron a definirse en la década de 1990, cuando quizá no se podía sospechar que esta etiqueta iba a convertirse en un gigantesco cajón de sastre de las inquietudes de la vida, de las quejas de los insatisfechos, de los malestares de la sociedad del bienestar, de las dolencias del espíritu.

Pero si los códigos Z no son enfermos, ¿qué son entonces? La frontera donde acaba la normalidad y empieza la enfermedad mental es difusa. Este es sin duda uno de los caballos de batalla de la psiquiatría, especialmente desde la irrupción de la antipsiquiatría y la drástica negación de la enfermedad mental. El DSM ha esquivado este escollo refiriéndose a trastornos en vez de a enfermedades, pero el problema sigue latente. Las dificultades, las penas y los contratiempos no son enfermedades o trastornos, son simplemente vicisitudes de la vida, a las que es más fácil hacerles frente con ayuda de la familia y los amigos, e incluso de los consultores filosóficos. El problema es que vivimos tan condicionados por la idea vigente de salud y en una sociedad tan medicalizada que todos somos o podemos ser en algún momento un código Z.