Sobre la influencia de la lengua en la percepción cromática

Todo el rico espectro cromático se presenta ante nuestros ojos como una selva de colores imposible de nombrar. La mayoría de las lenguas tiene poco más de una treintena de términos para nombrar los colores más usuales, y cada uno de ellos es un paraguas que cobija infinidad de tonos emparentados lingüísticamente pero muy distintos cromáticamente. Pensemos, por ejemplo, en los verdes que nos ofrece la naturaleza y en las dificultades que tenemos para nombrarlos aun poniéndoles apellidos: verde olivo, verde primavera, verde caqui, verde lima, verde botella… No podemos estar seguros de que cuando decimos verde olivo todos pensemos en el mismo color, y no sólo porque los olivos y sus hojas tienen infinidad de matices, sino porque nuestra memoria es poco fiable. En el capítulo introductorio de su obra La interacción del color (1963), Josef Albers (1888-1976), profesor de teoría de color, además de pintor, diseñador, poeta, tipógrafo y fotógrafo, aludía a estas insuficiencias de la nomenclatura del color, así como a la fragilidad de la memoria visual para los colores en relación con la auditiva (podemos recordar fácilmente el nombre de una persona, pero nos resulta imposible identificar el color de su pelo en una escala cromática). «Si decimos «rojo» (el nombre de un color) y hay 50 personas escuchándonos, cabe esperar que haya 50 rojos en sus mentes», advertía Albers. Algunas lenguas disponen de un vocabulario cromático más rico que otras para distinguir algunos colores parecidos. Así, los esquimales tienen varias decenas de palabras para nombrar las variantes del blanco y diferenciar, por ejemplo, un oso polar de la nieve que le rodea. Pero, ¿veríamos nosotros tan claramente esa diferencia? ¿Influye esta riqueza lingüística en la percepción del color?

Una interesante respuesta a estas cuestiones nos la aporta un trabajo publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) (30 de abril de 2007). Los autores decidieron explorar si el hecho de que la palabra «azul» en la lengua inglesa se corresponda con dos en ruso («goluboy», para el azul claro, y «siniy», para el azul oscuro) influía en la percepción de los colores. Mediante un ingenioso experimento en el que mostraban series de tres cuadrados azules elegidos entre una gama de 20 azules a dos grupos de personas cuya lengua materna era bien el ruso o bien el inglés, consiguieron demostrar que el lenguaje afectaba claramente a las tareas de percepción del color. El disponer de dos categorías lingüísticas para nombrar las variaciones del azul, como es el caso de los rusos, facilita la tarea de reconocer los colores, ya que esta ventaja resulta anulada cuando la tarea de reconocimiento cromático se realiza simultáneamente a una operación lingüística (recordar una palabra), pero no se anula cuando se hace a la par que una tarea espacial (recordar una forma). Este estudio parece indicar que los rusos distinguen mejor los azules. Ahora bien, seguimos sin resolver cómo se traduciría su título (Russian blues reveal effects of language on color discrimination) al ruso.