Sobre su uso artístico como metáfora de la vida y la identidad

En las épocas más naturalistas de la historia del arte, la sangre era roja, de un rojo sangre recién derramada, como el chorro encarnado que fluye del cuello en Judith cortando la cabeza de Holofernes, de Caravaggio. Con las vanguardias, la sangre se extravía en la paleta del pintor y toma el color de sus sueños. ¿De qué color es, por ejemplo, la sangre del Guernica de Picasso? ¿Hay sangre por el suelo o sólo en nuestra mirada? Muchos artistas plásticos han pintado con sangre o la utilizan por sus propiedades matéricas y su simbolismo, como hace por ejemplo la estadounidense Laura Splan, autora de la ilustración de portada del número de noviembre de 2004 de PLoS Medicine y de unos delicados dibujos neuroanatómicos realizados con su propia sangre. O, sin ir más lejos, los Hemogramas (1998) de Joan Fontcuberta, una sugerente colección de fotografías de gotas de sangre de personas concretas, en la que los conceptos de azar e identidad se encarnan en formas caprichosas.

Pero quizá la utilización más extrema y original de la sangre, como metáfora de la vida y la identidad, es la que ha hecho el escultor británico Marc Quinn (Londres, 1964). Este artista, perteneciente al grupo de los Young British Artists (yBa) que revolucionaron el panorama artístico británico a principios de la década de 1990, llevó el autorretrato escultórico más allá de donde nadie lo había hecho. A la edad de 27 años, a partir de un molde de su cabeza, Quinn realizó un busto que alcanzó enseguida una gran notoriedad. Para esta obra utilizó como material su propia sangre solidificada, cinco litros en total (el contenido aproximado del cuerpo humano) extraídos a lo largo de cinco meses. Su autorretrato Self, que se ha exhibido en la Saatchi Gallery de Londres, entre otros lugares, se presenta en el interior de una urna de cristal apoyada sobre un pedestal que en realidad es un refrigerador para mantener estable esta escultura orgánica. Sin el suministro eléctrico, la sanguinolenta cabeza de Quinn perdería su forma humana y se convertiría en un deshecho amorfo. Tal y como se puede contemplar en su urna, el busto es de un realismo extraño y sobrecogedor una vez que se sabe el material del que está hecho. Su color no es el de la sangre fresca sino de un negruzco pútrido o descompuesto, como el de un cadáver que ha sido exhumado para su contemplación. Sin embargo, el semblante no parece el de un muerto, si acaso el de un durmiente, y el rostro impacta por su serenidad y belleza.

Lejos de la inmortalidad que dan la piedra o el mármol, la escultura con sangre congelada acierta a mostrar la transitoriedad de la vida y su actual dependencia de la tecnología. La sangre, además de ser una metáfora de la vida y de la muerte, es asimismo un signo relevante de lo que llamamos identidad. Este fetiche artístico y social tiene sin duda múltiples caras, pero si la sangre se renueva constantemente y si, a la postre, no conservamos en nuestro cuerpo ni una sola molécula de nuestra infancia, ¿qué es entonces la identidad?