Sobre el consentimiento de los médicos de EE UU hacia la pena de muerte

Hay cosas que es mejor decirlas sin rodeos ni prólogos, como ésta: cuatro de cada 10 médicos de EE UU estaría dispuesto a colaborar en la ejecución de un condenado a muerte con una inyección letal. Hay que decir también que este dato no nos lo ha dejado la marea de ideas y fanatismos provocada por el 11 de septiembre, sino una encuesta realizada con anterioridad, con lo cual mejor no pensar cuál habría sido el resultado de un sondeo ahora mismo. “Ningún novelista puede imaginar algo más terrible que la verdad. Se ha visto recientemente. Ningún director de Hollywood podía imaginar lo de las Torres Gemelas”, dice Humberto Eco en una entrevista en El País. Y es cierto: nadie, al menos por estos pagos, podía imaginar un dato tan preocupante como el que nos depara esta encuesta recogida en el último número de los Annals of Internal Medicine con el título de “Physicians’ Willingness To Participate in the Process of Lethal Injection for Capital Punishment”. Ya se sabía, según refieren los autores del trabajo, que los médicos son indulgentes con los colegas de prisiones que participan en la ejecución de una pena de muerte, pero hasta la fecha se desconocía cuál era la disposición personal a administrar una inyección mortal a un preso. Ahora ya conocemos con cierto detalle cuál es la relación de una buena proporción de médicos de EE UU con la muerte que dictan las leyes. Y francamente, los detalles de la encuesta resultan tan espeluznantes como los de la administración de una inyección letal.

La encuesta en cuestión fue remitida en 1999 a 1.000 médicos de EE UU seleccionados al azar. Su propósito era valorar la predisposición de los médicos a participar en una decena de aspectos relacionados con la administración de una inyección letal a un condenado a muerte. Ocho de estas acciones están expresamente prohibidas por las directrices de la American Medical Assocation  y todas ellas contravienen el espíritu del juramento hipocrático y el principio máximo del “Primum non nocere”. De los 413 médicos que respondieron el cuestionario, el 41% reconocía que llevaría a cabo al menos una de las acciones, y el 25% estaría dispuesto a realizar por lo menos cinco acciones no permitidas. Sólo un 3% de los encuestados parecía conocer los límites competenciales que marcan los códigos éticos profesionales. Está claro que decir que uno colaboraría en la administración de una inyección mortal para matar a un preso es muy distinto de llegar a hacerlo, y este sondeo no pregunta a los médicos si han administrado una inyección letal. En cualquier caso, lo que evidencia es una gran confusión entre lo que son competencias profesionales y opiniones personales, entre lo que es ser un médico y un partidario de la pena de muerte, dudas todas ellas que deberían quedar bien disipadas, como dicen los autores de este artículo,  mediante una mejor educación de los médicos en los aspectos éticos del ejercicio profesional.

El verdugo que interpretaba Pepe Isbert en la magistral película de Luis García Berlanga con guión de Rafael Azcona administraba la pena máxima con el garrote porque éste era su deber. Pero no cabe imaginar una tarea más ajena a la profesión médica y su papel social de sanador que la de verdugo. Certificar la muerte de un preso ejecutado o darle un tranquilizante mientras está vivo son tareas que entran en el ámbito de competencias de un médico, pero preparar la fórmula letal o administrar la inyección difícilmente pueden justificarse como actos médicos. Con manifestaciones y conductas de este tipo, aunque sólo sean sobre el papel, es como se va degradando la percepción social de la profesión médica y ensuciando el color y el prestigio de unas batas que muchos médicos de todo el mundo se esfuerzan por mantener blancas.