Sobre la verborrea global, la proliferación de autores y la penuria de lectores

A un periodista de los de la vieja escuela le oí decir que él no era más que un procesador de textos y un hígado. Tan resuelto y convencido lo proclamaba, con su copa en la mano, que parecía seguro que si alguien le hubiera abierto en canal allí mismo sólo habría encontrado, efectivamente, un órgano para procesar palabras y otro para procesar vinos y licores. Escribir y beber eran sin duda las dos actividades biológicas que mejor resumían su quehacer cotidiano y que constituían, por así decirlo, su doble vocación y sacerdocio. Me viene ahora a la memoria este recuerdo mientras leo en la revista de Cazalla de la Sierra (Sevilla) un artículo titulado “El cazalla o la cazalla”, que podríamos catalogar como arenga etílica. En él se dice, entre otras cosas, que el famoso anís “es el licor de todos los momentos, de todas las horas”, como a continuación quiere persuadirnos el autor desgranando una a una las innumerables oportunidades del día para degustar este licor. Pero quizá lo más sorprendente de este panegírico del anís elaborado en la Sierra Norte de Sevilla es que corresponde a una charla pronunciada por un coronel de aviación, Antonio Lucena Cubero, como parte de los ejercicios obligatorios del XVII Curso de ascenso a generales. Como explica el interesado, natural de Cazalla de la Sierra y propietario de la empresa licorera “Lucena Hermanos” de este pueblo de Sierra Morena, dicha prueba de ascenso al generalato consiste en “una charla disuasoria o persuasiva (…) cuyo objeto es conocer cómo nos desenvolvemos, bien en la enseñanza, o ante un público en una situación imprevista”. La de Lucena Cubero, por si quedaban dudas sobre su índole persuasiva, se remacha con tres versos de un tal comandante Aledo: “Amamantaste a tu crío / con Anís Lucena Hermanos / ¡Qué suerte tuvo el joío!”.

“Sólo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio” y “nunca se debe dejar de contener la pluma, si no se tiene algo que escribir más valioso que el silencio”, dejó escrito en 1771 el abate Dinouart en su obra de retórica “El arte de callar”, editada por Siruela hace un par de años. Sin duda, éste no era el caso del coronel Lucena, impelido a hablar y escribir como tantos otros para avanzar en su carrera profesional. Si ya en la época de Dinouart el imperativo de expresarse oralmente o por escrito era más fuerte que el de callarse, hoy es sin duda todavía más irresistible (el caso de los profesionales médicos es tan próximo y notorio que no precisa comentarios). Pero la actual “histerización de la escritura”, como dicen Jean-Jacques Courtine y Claudine Haroche en el prólogo del libro, va más allá del ámbito profesional: está ligada al desarrollo del individualismo y del narcisismo contemporáneos. Internet, al simplificar el proceso de divulgación y publicación de una obra, parecen haber puesto las cosas más fáciles a los millones de personas que quieren publicar (una editorial electrónica de Estados Unidos calcula que una de cada 14 personas ha escrito alguna cosa), pero esto no está tan claro. Hoy por hoy, a lo que aspiran casi todos los autores noveles o consagrados es a publicar en papel, pues la obra impresa ha superado algún filtro de calidad y es más probable que alguien la lea. Y eso a pesar de que el uso de internet también hace que se lea menos letra impresa, como indica una encuesta de Scarvorough recogida en el semanario eWeek. Aunque se vislumbra un buen porvenir para las editoriales electrónicas, pocos todavía están dispuestos a rebuscar en la red para leer un libro inédito de un autor desconocido. Y es que, en una época en la que cualquier motivo parece bueno para dar a imprenta una arenga u otro destilado del propio procesador del textos y en la que internet promete la publicación sin fronteras, toda esta verborrea global no hace sino resaltar el único y grave problema: la escasez creciente de lectores. Quizá están todos ocupados escribiendo sus cosas. O tomando un cazalla.